“La corrupción es el cáncer de la democracia.
Democracia y corrupción deberían ser incompatibles”
Baltasar Garzón
Dr. Silvino Vergara Nava
En el ambiente de hace 15 años, aproximadamente, en México se decía que era necesario aumentar los salarios de los servidores públicos para evitar actos de corrupción y eso fue lo que hizo el Estado mexicano en el transcurso del tiempo, en particular en los sexenios de las administraciones panistas, atendiendo a que hubo un aumento considerable en el precio del petróleo a nivel mundial. Aumento de sueldos sobre todo a los altos cargos de la administración pública, pues con los servidores públicos de inferior categoría, lejos de que sucediera ello, se presentó lo contrario, pues se les contrató como eventuales y por régimen de honorarios —constitucionalmente, no son trabajadores, por ende, no deben protestar la Constitución y las leyes que de ella emanan— sin goce alguno de derechos como trabajadores, con mayores tareas, sin estabilidad en el empleo ni, menos aún, con carrera civil que permitiera que fueran paulatinamente subiendo de cargos de acuerdo a sus capacidades, estudios y experiencia.
En particular los servidores públicos de mayor jerarquía fueron a los que se encargaron de aumentar los salarios en forma estrepitosa. Dicho esto, el efecto que debió suceder fue el de disminuir los índices de corrupción, pero ocurrió lo contrario; es un hecho conocido por cualquiera que los niveles de corrupción en México han llegado a un estado grosero, es decir, resulta al grado inaudito la existencia de la corrupción que se vive actualmente. Por ello, esta propuesta que se presentó (aumentando los salarios se disminuiría la corrupción) no funcionó, pues se ha presentado lo contrario, como es notorio; pero además ha provocado una desigualdad social estrepitosa en México, en tanto que existen los beneficiados del sistema por esos salarios, como existen los que no forman parte del sistema, es decir, los ciudadanos de a pie que deben de arreglárselas solos en sus empresas, tiendas, talleres, despachos, oficinas, así como los que viven de un salario de la iniciativa privada nacional tan golpeada en los últimos años o, en su caso, los empleados de las grandes cadenas extranjeras de bancos, seguros, comida rápida, supermercados, tiendas departamentales, que no cuentan con prestaciones sociales, que normalmente son sub-contratados por las denominadas “outsourcing” donde la estabilidad en el empleo es una ilusión. Así, pues, ubicamos dos tipos de ciudadanos: los que se benefician con esos salarios (que últimamente han salido a la luz pública) y los que viven al día. Ahora bien, el Estado, desde luego, no puede dar ese trato tan desigual a sus propios nacionales, esa no es la razón de Estado ni el propósito del mismo.
El ex juez español Baltasar Garzón, respecto a la razón de Estado, se pregunta: “¿Qué es la razón de Estado? Desde luego no debería ser la que un gobierno utiliza para, con engaño y apariencia de utilidad, conservar el poder y protegerse a sí mismo frente a los intereses de sus propios ciudadanos, “[…] no es otra cosa que la defensa de los valores y derechos fundamentales de los ciudadanos, evitando que les secuestren, les maten o violen su intimidad o el secreto de sus comunicaciones. (Garzón, Baltasar. Un mundo sin miedo. Barcelona: Plaza Janés, 2005). Pues bien, pareciera que el Estado durante muchos años cambió el rumbo de su razón y provocó esas diferencias abismales. Por ello, desde luego, hoy la propuesta de la próxima administración pública de disminuir los salarios de los altos cargos en la federación (y que por consecuencia se replicara en los otros dos poderes de la unión y en las entidades federativas, así como en los ayuntamientos) es visto como una clara contravención a los derechos adquiridos de los trabajadores, como afectaciones a derechos laborales, como pérdida de victorias sindicales, etc., y será, claro está, materia de inconformidades, impugnaciones, amparos, renuncias, etc. Con tal propuesta el propósito es, finalmente, muy claro: que no existan esas desigualdades abismales en que vive la nación, además de recordar que el servicio público no es únicamente un trabajo, sino una vocación por el servicio. Basta con recordar que en el siglo XIX había servidores públicos e, incluso, jueces que no cobraban sus sueldos o, bien, que los regresaban a la nación o que, con ese dinero, pagaban los salarios de los empleados de las oficinas públicas. Por ello es que el Estado no puede seguir con esas políticas públicas del expendio, despilfarro, gasto, derroche que ocasiona que se puedan presentar confusiones en cuanto a si se trata, efectivamente, de un sueldo o, bien, de una dádiva a los altos servidores públicos para que en sus labores actúen en los términos que requieren sus superiores, pasando por encima del espíritu de servicio y de los derechos de los gobernados. Pues bien, todo ese gasto, muchas de las ocasiones, provoca la ausencia de aulas apropiadas para las escuelas y universidades, falta de instalaciones públicas decorosas, hospitales sin servicios y medicinas. Por ello, el país no puede seguir viviendo entre dádivas y salarios.
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