Durante una caminata sabatina por el parque, al lado de Juan Pablo mi hijo, mientras disfrutábamos del camino arbolado y veíamos como los patos comían despreocupados, llegamos a una parte de la pista en la que había unas extrañas huellas largas, como si alguien la hubiera recorrido con esquís. Juan Pablo comentó -¿quién habrá dejado estas huellas y cómo las hizo?-, las huellas siguieron, siguieron y siguieron por más de cuatrocientos metros. Nosotros íbamos discutiendo teorías acerca de cómo se pudieron haber originado y descartamos que las hubiera hecho una bicicleta porque eran muy anchas y además intermitentes, otro tipo de vehículo no habría podido entrar al parque, dijimos, un hombre con esquís nos parecía absurdo… De pronto, en sentido contrario, venía caminando una familia y detrás de los padres venían dos niños levantando una gran nube de polvo, mientras arrastraban los pies en la grava como si esquiaran. Misterio resuelto. Entonces Juan Pablo dijo: olvidamos el “factor niño”.
He pensado en estas últimas palabras durante el fin de semana. Me doy cuenta de que como adulto olvido el “factor niño” y eso acartona mi vida, limita mis posibilidades, corta mi imaginación y me aprisiona en lo que “debe ser”. Olvidar el “factor niño” me quita horas de canto, de dibujo, de carcajadas y de juego, me genera culpa por disfrutar del descanso y rompe mi creatividad. Olvidar el “factor niño” casi me hace borrar estas líneas para buscar escribir sobre otro tema “más adecuado”.
Recuerdo entonces unas palabras que leí hace varios años y que me repetiré a lo largo de la semana: “quien no tiene ojos buenos, como de niño, no puede disfrutar las estrellas”.
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